lunes, 26 de julio de 2010

LA PRUEBA DEL DESARRAIGO

JULIO ALONSO AMPUERO

Uno de los personajes más conocidos del A.T. es Abraham. También es de los más importantes. Y de los más antiguos. Su vida de sitúa hacia el año 1800 a.C. aproximadamente.

Originario de Ur de los Caldeos, en Mesopotamia, en la fértil cuenca de los ríos Tigris y Eúfrates (en el territorio del actual Iraq), su vida está marcada por sucesivos desplazamientos. Su historia se abre, casi como «ex abrupto», con un mandato divino: «Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gen 12,1).

Quizá era el suyo un clan seminómada, pues ya su padre Téraj había emigrado de Ur a Jarán en el extremo opuesto del valle del Tigris y el Eúfrates. En todo caso, resulta llamativa esta invitación tan radical a salir. En efecto, ese salir suponía una auténtica expropiación. Abraham deja todo lo que ha constituido su vida hasta ahora (su tierra, su patria, su familia, sus amigos...) y se pone en camino hacia lo desconocido. Deja sus seguridades, el ambiente en que es querido y valorado, los lugares, personas y costumbres que le son familiares... y emigra.

Abraham queda a la intemperie. Si en medio de su clan podía encontrar protección frente a peligros y agresores, ahora queda a merced de la buena o mala voluntad de quien encuentre en su camino. Por donde quiera que pase será un extranjero, un forastero, un extraño a quien se mirará con distancias y con reservas. ¡Cuántos emigrantes a lo largo de los siglos han experimentado y continúan experimentando esto mismo! El cambio externo de lugar es también un desarraigo. Se conmueven las raíces más hondas de la propia persona. Como un árbol que fuera arrancado de raíz para ser transplantado a otra tierra, a otro clima...

Y, sin embargo, Abraham nos muestra una faceta fundamental de todo ser humano: su condición de peregrino. Está hecho para ir siempre adelante, sin instalarse. Cuando se instala, deja de crecer; se anquilosa, se empobrece... se esteriliza. Este desarraigo es en Abraham tanto más hondo cuanto que ignora el futuro. No sabe lo que le espera, no tiene seguridades o garantías, no controla nada. Vive a la intemperie.

Y se añade, además, su edad avanzada. Aunque los 75 años que se nos dice tenía cuando salió de Jarán sean en realidad menos, porque siguen un cómputo diverso, lo que parece cierto es que Abraham no era precisamente un joven. Y sabemos que si en la juventud puede haber gusto por la aventura, no suele ser así en absoluto en la edad madura.

«Sal de tu tierra». Esta invitación nos es dirigida constantemente a cada uno de nosotros. Somos llamados a no conformarnos con lo ya logrado, a no anclarnos en lo conocido y experimentado, a remar mar adentro. Conformarnos con lo que ya vivimos es negarnos a crecer. Y por eso –como a Abraham– Dios de vez en cuando nos desestabiliza, para obligarnos a ir adelante.


Pero en cierto modo, el proceso de desarraigo nunca se completa del todo en la vida de una persona. Abraham era de edad avanzada, y su mujer era estéril. Le dolía en lo más profundo del corazón morir sin descendencia. Era como acabarse, pues los hijos eran el futuro del padre; la vida del padre se prolongaba, se perpetuaba en ellos.

Milagrosamente, sin embargo, Sara llega a ser madre. Isaac es la «sonrisa de Dios» que alegra el corazón de Abraham en su camino hacia la vejez y hacia la muerte. Ahora tiene futuro. Y sin embargo... Dios le pide que le sacrifique su hijo. Sí, Isaac, el hijo querido, el que Dios mismo le había prometido, el que había recibido como regalo gratuito de Dios en su ancianidad, aquel en quien depositaba todas sus esperanzas e ilusiones...

No podemos imaginar lo que supuso para Abraham esta prueba. Se sintió morir. Pues Isaac era todo: su presente y su futuro. Más aún: estaban en juego las promesas de Dios. Él estaba seguro que Isaac era el cumplimiento de esas promesas: ¿cómo podía Dios desdecirse? Sin embargo, Abraham acepta también este despojamiento. Ahora su desarraigo es completo. Ha aceptado perderlo todo. Porque por encima de todo se fía de su Dios. Sabe que de ningún modo puede fallarle. No sabe nada. No entiende. No puede explicarse cómo Dios cumplirá sus promesas. Pero no duda. Y acepta este último desarraigo, el que más hondas raíces tiene en su corazón.

Abraham se encuentra totalmente desposeído. Aunque con dolor, ha aceptado desprenderse de todo. Lo ha entregado todo. Y es libre. Libre para Dios. Libre para los proyectos grandes de Dios. Ya no está encerrado en sus propios planes, por hermosos e interesantes que fueran. Ahora puede volar, libre como el viento. Es libre para dejarse llevar... por encima de sí mismo. Dios le reserva a su hijo. Quería su corazón, no su hijo. Quería su libertad. Le quería libre de sí mismo, de sus miras y proyectos, de sus concepciones limitadas... Con el dolor del desarraigo Abraham ha sido ensanchado. Su capacidad se ha hecho en cierto sentido ilimitada.

Gracias a los sucesivos despojamientos Abraham alcanza una fecundidad ilimitada. Ya no será sólo padre de un pueblo a través de su hijo Isaac. Será padre de multitudes como las estrellas del cielo y la arena de las playas marinas. De él nacerá el Mesías. Y se convertirá en padre de todos los creyentes. Su fe será referencia y motivación a lo largo de los siglos y en todos los pueblos de la tierra.

Al aceptar perderlo todo, Abraham ha ganado infinitamente más de lo que podía anhelar o desear. Con su apertura ilimitada se ha convertido en cauce de vida para generaciones y generaciones. Su desarraigo se ha convertido en fuente de bendición. Y todo en silencio, porque Abraham es hombre de pocas palabras. Sólo poseemos lo que aceptamos perder. Sólo tenemos vida y nos convertimos en fuente de vida cuando aceptamos morir. Sólo en el desarraigo y en el desprendimiento hay fecundidad.
Génesis 12-25

viernes, 9 de julio de 2010

NADA VALE LA PENA


Julio Alonso Ampuero

Aunque se presenta a sí mismo como «hijo de David, rey en Jerusalén», los estudiosos coinciden en que se trata de una ficción literaria. Qohélet parece ser un judío que vivió en Palestina en el siglo III a.C. Al final del libro, un discípulo suyo le presenta como un hombre sabio, un investigador audaz, un maestro del pueblo (12,9-11).
Conocemos a este hombre no por cosas que haya realizado, sino por su experiencia personal que nos ha transmitido con enorme hondura y absoluta honestidad. Una experiencia que todo ser humano, antes o después, está llamado a vivir. Sin embargo, a primera vista las palabras de Qohélet sorprenden y hasta desconciertan: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». Da la impresión de ser un escéptico, un hombre que no cree en nada y está de vuelta de todo.

Pero si le escuchamos con más detenimiento, nos damos cuenta del valor y de la riqueza de su experiencia. Qohélet nos testimonia lo radicalmente inconsistente e insatisfactorio de toda actividad y situación humana sobre la tierra. Y eso que él no es un hombre probado por las desgracias y el sufrimiento, como Job. Simplemente que Qohélet es profundamente honesto y no acepta engañarse a sí mismo con satisfacciones superficiales o falsas seguridades. Tiene amigos, posee dinero, ha experimentado el placer... Pero sabe por experiencia que nada de todo eso puede llenar su corazón. Todo, absolutamente todo, acaba resultando insatisfactorio, antes o después: «¿Qué provecho saca el hombre de todos los afanes que persigue bajo el sol?»

Es esta constatación la que hace de Qohélet un verdadero sabio. El suyo es un corazón inquieto que no se contenta con respuestas mediocres, aunque la mayoría proclamen que esas respuestas acallan su sed. Él sigue buscando, porque en su corazón hay una sed de infinito que no puede ni quiere acallar. Qohélet es enormemente actual. Hoy, quizá más que nunca, se siente ese profundo vacío existencial. Precisamente cuando más tenemos –más medios, más progreso técnico, más comodidad–, tanto más insatisfecho se experimenta el hombre. Sin saber por qué, se siente vacío. Le han prometido, le han asegurado mil veces que todo eso le iba a hacer feliz. Y sin embargo...

Esto ocurre a cualquier edad. No obstante, suele haber un momento de la vida en que se siente con más fuerza esta inconsistencia de todo. Hacia la mitad de la vida –los 40 ó 50 años–, la persona empieza a preguntarse para qué han servido todos sus esfuerzos. Mientras era joven, miraba el futuro con esperanza: la ilusión por sacar una carrera, por lograr un trabajo, por formar una familia, tal vez por mejorar el mundo... Pero ahora duda seriamente si ha valido la pena. Todos los logros son precarios, insignificantes, insatisfactorios...

Qohélet va repasando todos sus quehaceres y valores en que ha puesto su corazón y su empeño: trabajo, riqueza, hacienda, placeres, fama, justicia, religiosidad, búsqueda de sabiduría... Y constata que en nada de ello ha logrado provecho o felicidad. Todo es vanidad, vacío, absurdo. Tal vez alguien pueda considerar esto demasiado radical y extremoso. Sin embargo, es así. Y quien no lo siente –al menos en algún momento de su vida– es que ha taponado en su corazón ese incontenible anhelo de infinito y ha pactado con la mediocridad, conformándose con las algarrobas de los puercos.

Esta experiencia se da. Sin embargo, la clave está en encontrar el secreto para vivirla adecuadamente. Porque llegar hasta ahí supone una dosis de sabiduría, pero no basta. Surge la tentación de detenerse, de no seguir buscando. Y entonces sí se forja una persona escéptica, convencida de que nada vale la pena, que no apuesta por nada, ni se entusiasma con nada, ni se compromete con nadie... El mismo Qohélet tampoco ha encontrado una respuesta suficiente. Al final de su libro, temeroso de haber ido demasiado lejos, concluye: «Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal». Esto es verdad; pero da la impresión de demasiado simple y no responde a la hondura de su cuestionamiento.

No alcanza respuesta, porque había que esperar a Cristo para obtener una respuesta adecuada. Asumiendo la pequeñez y las limitaciones de la existencia humana, el Hijo de Dios ha roto esos límites dándoles un alcance y un valor de eternidad. Él ha llevado una vida corriente, como la nuestra, en su trabajo, en su vida familiar, en la amistad, en el descanso, en las ocupaciones cotidianas idénticas a las de cualquier hombre. Y sin embargo, ¡cuánta grandeza en los 30 años de vida oculta del Hijo de Dios! Qohélet tenía razón: todo es vanidad... sin Cristo. Con Él todo cobra sentido. Sin Cristo, hasta las cosas grandes acaban hastiando. Con Cristo, hasta las cosas pequeñas se hacen grandes, porque Él les abre unos horizontes ilimitados. El que cree en Cristo tiene –¡ya ahora!– vida eterna (Jn 3,36) y todo adquiere una densidad incalculable.

Qohélet tenía razón: todo es vanidad... Sólo que la solución a esa insatisfacción y a ese vacío no es el escepticismo, que agosta por completo la vida del hombre. Ni lo es el cambiar constantemente en busca de nuevas experiencias: viajar por todo el mundo, cambiar de trabajo, cambiar de pareja, cambiar de residencia, probar con las drogas... Qohélet tenía razón, porque aún no había venido Cristo. Sólo Cristo –Él personalmente– colma los anhelos más profundos del corazón humano, porque estamos hechos para Él. Desde que el Hijo de Dios entró en nuestra historia, nosotros hemos sido divinizados, han estallado los límites de todo lo humano, y todo tiene densidad divina. Por eso, nada es vano, nada es inútil. Y la misma muerte, que –como losa implacable– cerraba todo el horizonte, ha quedado definitivamente quebrantada en la resurrección del Señor...

Efectivamente, hay «tiempo de nacer y tiempo de morir», «tiempo de llorar y tiempo de reír», «tiempo de abrazarse y tiempo de separarse», «tiempo de guerra y tiempo de paz»... Pero para el que tiene a Cristo todo posee un sentido nuevo, del nacimiento a la muerte: la risa y el llanto, la paz y la guerra, la separación y el abrazo...
(Texto bíblico: Eclesiastés)

domingo, 4 de julio de 2010

Somos El Mundo Por HAITI



Aunque ha pasado el tiempo, no asi el dolor, la dificultad..., de este pueblo por renacer de las cenizas. Os invitamos a no olvidarlos en nuestra oración.

Ajusticiado Por Méritos Propios

Julio Alonso Ampuero

Ha pasado a la historia como «el buen ladrón». Pero la realidad es muy distinta. De bueno no tenía nada. Era «un malhechor» con todas las de la ley. Había sido condenado a muerte con el suplicio cruel e ignominioso de la cruz. Y él mismo confiesa que ese castigo lo ha merecido con sus propios hechos (Lc 23,39-43).

No sabemos de él más que lo poco que nos cuentan estos escasos versículos. Tampoco sabemos qué tipo de delitos había cometido. En cualquier caso debían ser lo suficientemente graves como para merecer una condena semejante. Menos aún conocemos de su interior. Quizá alguien pueda suponer que era realmente un buen hombre y que había llegado a esa situación por las circunstancias, por la falta de cariño en su infancia, por dejarse arrastrar por malas compañías...

Todo es posible. A mí, sin embargo, me parece que difícilmente una persona llega tan bajo sin haber realizado una serie de opciones personales. Que hayan sido más o menos conscientes, influidas por circunstancias más o menos favorables... todo eso es secundario. Lo cierto es que este hombre ha llegado a un estado personal de deterioro lamentable. Nos encontramos ante un hombre degradado. Sus opciones personales y sus acciones delictivas le han ido degradando progresivamente. Poco a poco ha entrado en un callejón sin salida. Ha optado por la huida hacia delante a la desesperada. Es la desesperación lo que lleva a un hombre a cometer delitos particularmente graves. Cuando ya no espera nada y todo le da igual, es capaz de cualquier cosa.

No hay que idealizar a este personaje. Es uno de aquellos «tipos» de los que casi todo el mundo se apartaría por considerarle peligroso. Uno de aquellos a quienes la sociedad burguesa bienpensante y acomodada procura cuidadosamente poner al margen; eso sí, con guante blanco y con todas las garantías legales. Es un marginal, inadmisible en un mundo civilizado, rechazable por todos los conceptos. Pues bien, a este hombre es a quien vemos que Jesús se dirige desde la cruz con unas palabras categóricas: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo es posible que este malhechor sea admitido inmediatamente junto a Cristo en su Reino?

Tanto él como su compañero sabían que Jesús había sido condenado por proclamarse Mesías y Rey. El motivo de la condena constaba en un letrero sobre la cabeza del reo. El otro condenado insulta a Jesús. Sus palabras expresan cinismo y desesperación. Quizá la vida y la gente le han tratado duramente y ahora está condenado a muerte y clavado en una cruz. Lo ha perdido todo y se encuentra lleno de rabia y resentimiento: «¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros». También nuestro personaje lo ha perdido todo. La sensación de absurdo y sin sentido y la tentación de desesperación le acosan con insistencia.

Pero en las últimas horas de su vida sucede algo inesperado para él. No puede apartar su mirada de ese hombre que ha sido crucificado junto a él. Y no porque le intrigue la figura de ese Jesús de Nazaret, predicador itinerante y condenado por «revolucionario». Lo que le subyuga es su rostro: no hay en él el más leve signo de amargura o de odio, no se le ve desgarrado o abatido... Sufre, sí, indeciblemente; pero emana serenidad y confianza, irradia bondad y ternura... ¡Jamás ha visto cosa igual!

Del mismo modo que el centurión –testigo de muchas ejecuciones– viendo el modo de morir Jesús exclamará: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39), así también este malhechor –en medio de sus propios terribles dolores– viendo el modo de sufrir Jesús se siente conquistado por ese rostro. A medida que pasan las horas experimenta su corazón anegado de confianza. No sabe por qué, pero en su interior se instala la certeza de que la muerte de ese hombre tiene que ver con él. Él sabe que ha merecido su condena. Pero ese hombre... Necesariamente un hombre que sufre así ha de ser inocente. Y proclama con energía: «Este nada malo ha hecho».

No cesa de mirar a ese hombre que acepta sin acritud todo tipo de insultos e injurias inmerecidos y que ha sido capaz de perdonar a sus asesinos. Y en su corazón surge una nueva certeza: «También mis delitos pueden ser perdonados». Lo que la justicia humana no ha logrado, podrá hacerlo ese Jesús. Y la confianza de su corazón estalla en sus labios: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Ahora es Jesús quien le mira a él con infinita ternura y amor: «Yo te aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso». A diferencia de sus jueces humanos, la mirada de Jesús parece decirle algo similar a lo que un día dijo a una mujer a punto de ser apedreada por delito incontestable de adulterio: «Yo no te condeno...» (Jn 8,11). A este pobre malhechor despreciado de todos, Jesús no le da por perdido; él es el Buen Pastor que busca a la oveja perdida (Lc 15,4-7); y ha venido precisamente para eso: «a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).

Han bastado pocas horas para que este hombre degradado se regenere, para que este malhechor pase del crimen a la santidad. Ahora es un hombre nuevo. A pesar del dolor físico, una alegría desconocida inunda su alma. Una alegría que es eco del gozo de ese hombre crucificado junto a él –y por él– que dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido» (Lc 15,9). Sí, ese malhechor tenía en realidad un valor inestimable y la sangre del Hijo de Dios lo ha demostrado. «¡Ha sido comprado a buen precio!» (1Cor 6,20).

Hasta los dolores físicos parecen ahora más leves. Ante sus ojos se abre el horizonte sin límites de la eternidad. Todo su ser rebosa agradecimiento. Podría repetir con el viejo Simeón: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz porque mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,29-30). Mira de nuevo al Nazareno. Como él, convierte sus torturantes dolores en ofrenda de amor al Padre (cfr. Rom 12,1). Como él, se abandona lleno de confianza entre las manos del Dios de las misericordias: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).

(Texto bíblico: Lc 23,39-46)