Saúl, el primer rey de Israel había caído en desgracia. Había desobedecido el encargo que el Señor le había hecho a través del profeta Samuel, y Dios le había retirado su elección.Aunque aún no estaba instaurado el criterio hereditario en cuanto a la sucesión del rey, parecía lo más normal que le sucediera su hijo Jonatán; esta era, al menos, la costumbre generalizada en los pueblos de alrededor.
Mientras tanto, había comenzado a subir la figura de David. Había vencido en repetidas ocasiones a los filisteos y de ese modo había contribuido a afianzar el reino de Saúl. Sin embargo, frente al carácter agrio y voluble de Saúl, David tenía un carácter amable y bondadoso (había sido pastor). Caía muy bien entre la tropa y entre el pueblo. Y además tenía madera de líder.
Todo ello, en lugar de alegrar a Saúl, provocó en él la envidia. El hijo de Jesé empezaba a hacerle sombra. Y pensó: «Ya sólo le falta ser rey». Y de los pensamientos pasó a los hechos: intentó eliminar a David.
Por su parte, Jonatán y David habían hecho una buena amistad. Se entendían bien, compartían la vida en la corte, se querían como hermanos y habían llegado a sellar su amistad con un pacto sagrado ante Yahveh.
Frente al acoso de Saúl, Jonatán defiende a su amigo ante su padre. Intenta hacerle entender que es un servidor leal y que no tiene sentido matarle. Y cuando se convence de que el rey ha decidido la ruina de David, Jonatán avisa a su amigo para que se esconda y se ponga a salvo.
Saúl pretende despertar la envidia de Jonatán: «Mientras el hijo de Jesé esté vivo sobre la tierra, tu reino no estará seguro».
Lo pretende sin conseguirlo, pues ve que la actuación de su padre es injusta. Más aún, también él intuye que David será el sucesor de su padre. Pero Jonatán, que «le amaba como a sí mismo», renueva su compromiso con él y le desea que Dios esté con él cuando llegue al trono. Una cosa le pide: que si entonces él vive, tenga consideración con él y si ha muerto use de bondad con su familia.
Ante la injusta persecución, David le dice: «Si he actuado mal, mátame tú mismo». También él es consciente de que no ha fallado al pacto sagrado con su amigo del alma.
Y cuando Saúl y Jonatán mueren en la batalla en los montes Gelboé, David –que ve que le ponen la corona en bandeja– no se alegrará, sino que llorará y se lamentará por la muerte trágica y prematura del amigo extremadamente querido, cuyo amor le resultaba más delicioso que el amor de las mujeres.
Una amistad sin fisuras, que ama al otro por sí mismo y busca su bien. Una amistad que no se deja corromper por la envidia ni por la ambición: tanto Jonatán como David podían haber caído fácilmente en ellas. Una amistad que no se deja enturbiar por las sospechas: era muy comprensible que en el corazón de Jonatán se hubieran deslizado las que su propio padre intentaba inculcarle. Una amistad hecha de fidelidad: especialmente en la prueba, en la persecución injusta, en la muerte del amigo. Una amistad en la que cada uno no tiene inconveniente en permanecer en segundo plano. Una amistad, en fin, que nada tiene que ver con muchas de las adulteraciones a las que se da este mismo nombre…
Verdaderamente, «quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro» (Sir 6,14; ver vv 5-17).
(Textos bíblicos: 1 Samuel 19-20; 2 Samuel 1)
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