DOLORES ALEIXANDRE rscj
Dicen los sociólogos que la fragmentación es una de las características más clara del individuo posmoderno. No estamos enteros en las cosas ni en los encuentros, sino divididos, parcializados, presentes sólo con una parte de nuestro ser: estamos trabajando soñando con el fin de semana y estamos en la caravana de retorno a casa el domingo por la tarde añorando el “hogar, dulce hogar”.
Nos cuesta tomar decisiones, nos aterra hacer elecciones que nos cierren posibilidades, huimos de compromisos duraderos que cojan a nuestra persona entera, nos horrorizan las palabras “definitivo”, perpetuo, total… Preferimos que todo quede abierto, reservándonos siempre la posibilidad de marcha atrás.
Aquella viuda pobre que echó la segunda monedita en el cepillo del templo provoca nuestro asombro y, por lo que se ve, también el de Jesús: tenía entre las manos dos monedas y no se puso a dudar, ni a calcular cuánto le darían a plazo fijo invirtiéndolas en un seguro de vejez o en el superlibretón de la Caixa, o haciendo apartados: esto para el abono a Canal Plus, esto para ir a Benidorm con el Inserso, esto para la letra del coche… Le pareció que era mejor jugárselo todo a una carta, la de la entrega, la de la totalidad, y toda ella estaba entera en su elección tan arriesgada. Toma la decisión temeraria de echar en el cepillo del templo y de una vez las dos moneditas que eran todo lo que tenía para vivir.
En la admiración de Jesús por esa mujer se nota la alegría de una coincidencia de fondo: aquella mujer había aprendido, seguramente sin saberlo, aquella extraña sabiduría de Jesús de no atesorar para mañana, esos rasgos de desmesura, desproporción, abundancia, esplendidez, derroche, despilfarro que son característicos de las narraciones evangélicas.
Da la sensación de que Jesús carece de sentido de la medida y por eso en Caná es una exageración la cantidad de agua convertida en vino (Jn 2,6), como lo son los doce canastos que sobran de los panes multiplicados (Mt 14,20).
La viuda pobre nos ofrece el tesoro de practicar la convicción de que la mejor manera de vivir el futuro es entregárselo todo al presente, atreverse a entrar en la lógica alternativa del derroche y de la pérdida, en un talante de vida no basado en la reserva, la precaución y las previsiones, sino en la presencia apasionada en lo que se vive en el momento presente.
Y podríamos empezar por las relaciones interpersonales: en ese campo “echarlo todo” significa que se está convencido de que sólo comprometiéndonos de todo corazón con la otra persona es como llegamos a conocerla de verdad, sólo cuando estamos dispuestos a entregar la segunda moneda, esa que siempre tenemos la tentación de reservarnos, es cuando empezamos a aprender algo de aquello que la viuda del Evangelio supo vivir tan bien: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 28).
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