Muchas veces he oído este comentario a propósito de jóvenes que seguían el camino del sacerdocio o la vida consagrada: «Bueno, si le gusta…» Muchos ignoran que la vocación no es iniciativa propia, sino de Dios, que irrumpe en la propia vida, y que a veces lo hace contrariando los propios planes y apetencias.
Tal es el caso de Jeremías. Nacido hacia el año 645 a.C. en una aldea a unos 12 Km. al nordeste de Jerusalén, recibió la vocación en una situación difícil: el pueblo había multiplicado sus infidelidades y se abocaba a la ruina. El imperio babilónico surge en el horizonte y a Jeremías le toca ir contracorriente: frente al optimismo irreal e ingenuo de los judíos, tiene que predicar que Jerusalén será destruida.
Lo mismo las autoridades que el pueblo, los sacerdotes y los demás profetas, le acusan de derrotista, de desmoralizar al pueblo. Sobre todo cuando predica la destrucción del templo de Jerusalén –lugar sagrado para los judíos, y por tanto inviolable, apoyo de las falsas esperanzas del pueblo–, y ello ¡a las puertas mismas del templo!
Nada fácil. Y menos para un hombre profundamente sensible como Jeremías. Como consecuencia, le hacen el vacío y sufre el aislamiento más cruel; llega a ser perseguido y hasta torturado…
Jeremías se queja al Dios que le ha llamado para realizar esta vocación tan a contrapelo: «Todos me maldicen» (15,10); «he sido la irrisión cotidiana… pues cada vez que hablo es para clamar “atropello”…» (20,7-8).
El Señor le manda no tomar mujer ni tener hijos: su vida sin descendencia se convierte en símbolo de este pueblo infiel que por abandonar a su Esposo va a quedar estéril…
Y para colmo, él –que se había opuesto con todas sus fuerzas a la alianza con Egipto– acabará sus días en ese país, conducido a la fuerza por un grupo de fanáticos que se habían trasladado allí tras haber asesinado al gobernador establecido por los babilonios.
Jeremías se desahoga con el Dios que se le ha impuesto de manera tan abrupta: «Me sedujiste y me dejé seducir, me forzarte y me pudiste» (20,7). Llora y se lamenta. El corazón le sangra. Llega a maldecir el día en que nació (20,4). Siente incluso la tentación de renegar de esta vocación que tanto sufrimiento le ha acarreado…
Pero no puede. Hay algo superior a sus gustos y a sus planes. Hay una fuerza incontenible a la que no puede resistir: «Había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo no podía» (20,9).
El profeta sensible ha sido hecho fuerte por Dios mismo con la fuerza de su llamada. Ha sido convertido «en plaza fuerte, en pilar de hierro, en muralla de bronce» (1,18). Y por eso, Jeremías resiste.
Y cuando finalmente sus predicciones se cumplan y Jerusalén y su templo sean destruidos, la gente entenderá que es profeta verdadero, porque su palabra –la Palabra de Dios a través de él– se ha realizado.
No ha sido fácil. Pero todo ese sufrimiento le ha acrisolado. Jeremías ya no es un individuo más: se ha convertido en la boca de Dios (15,19). Sus labios, purificados por el dolor, son los labios de Yahveh, a través de los cuales ha hablado y seguirá hablando…
Y el hombre que sólo había profetizado ruina y destrucción, que había llamado sin cesar –y sin ser escuchado– a la conversión y al cambio de corazón, el profeta que había denunciado y desenmascarado las falsas esperanzas del pueblo… él mismo se convertirá –cuando todo esté perdido y el desastre sea total– en el profeta de la esperanza…
En efecto, Jeremías anuncia –en uno de los textos más vigorosos y clarividentes del A.T.– una nueva alianza (31,31ss): la que se realizará en Cristo mediante el don del Espíritu y de un corazón nuevo.
Profeta a pesar suyo. Pero profeta verdadero. A diferencia de los falsos profetas que sólo auguraban cosas halagüeñas. Ha sido alto el precio. Pero ha valido la pena. Jeremías se ha convertido en boca de Dios para todos los pueblos y para los siglos venideros, hasta el fin del mundo. También para nosotros…
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