¡He pasado tantos años de mi vida buscando a Dios! Me he dedicado al estudio, a leer libros y textos con el afán de aprender su manera de hablar y actuar en el mundo. He querido conocer su manera de revelarse a los hombres para saber qué esperar de él, para verle llegar en la lejanía y prepararme a acogerle como al hijo que regresa a casa. He querido anticiparme para que me encontrase como yo consideraba que debía encontrarme; adivinar sus intenciones para asumir la actitud que convenía a lo que yo imaginaba que iba a esperar de mí. Lo que yo creía que él querría. Lo que a mí me hubiese gustado ser para él (acaso ante mí misma): revestida de esplendentes valores y virtudes, ocultando con pudor mi verdad desnuda, afanada en ser diferente de quien sencillamente era.
¡Pasé tantos años buscando a Dios! Leí y leí sin llegar a comprender quién era él (acaso porque tampoco hubiera sabido decir quién era yo misma); sin descubrir en qué momento exacto aparecería impetuoso como la tormenta, atronador como el rayo, a revelarme “su” voluntad definitiva sobre mi vida. Y yo, temerosa de emplear mal los talentos que me había dado, de malgastarlos en algo que no fuese “la gran misión para la que me llamaba”, decidí esconderlos bajo la piel y la tierra. Y sucedió que ese Dios que yo esperaba nunca vino. Jamás descendió sobre mí una lengua de fuego, ni escuché un sonido de trompetas rasgando el cielo; jamás un milagro que perturbase la rutina de amaneceres radiantes, el sosegado brillo del cielo estrellado, el cromatismo infinito de la tierra. Jamás el milagro de una zarza ardiendo, de un fuego invasivo… tan sólo el soplo delicado de los años, pasando como una brisa en mitad del desierto.
Decidí entonces emprender la marcha para preguntar a los hombres dónde se hallaba ese Dios escondido. Quise hallarle en el camino, pero sólo encontré personas: personas que salieron a mi encuentro sin que yo lo hubiese previsto; personas a las que amé, y que en ocasiones además también me amaron; personas que me amaron sin yo corresponderles o enterarme siquiera; personas que me descubrieron la fuente de amor oculto en mi pecho; que acariciaron mi corazón con ternura infinita hasta hacerlo de carne; que lo desnudaron de máscaras y pudores para contemplarlo de frente. Vulnerable y expuesta, quedé en ocasiones doliente y temblando en mitad del camino. Algunos pasaron a mi lado con presteza sin alterar el ritmo de su marcha; otros vinieron de improviso y se detuvieron a curarme las heridas con el bálsamo de su presencia; unos pocos cargaron con mi corazón y lo llevaron consigo hasta verlo repuesto; y me dieron un nombre nuevo al pronunciar mi nombre como nunca nadie antes había hecho.
Una y otra vez seguí buscando al Dios de mi vida, y me propuse querer a todas esas personas para demostrarle a Dios cuánto le amaba. Sucedió más bien que me fui enamorando de esas personas, y que fue su amor el que me hizo experimentar la presencia de un Amor más grande, siempre desbordado. Cada uno me fue seduciendo con un lenguaje propio, y vi que aquello era bueno porque podría aprender la mejor manera de amar al Esposo cuando viniese. Y abandoné el miedo a acoger lo inesperado y ofrendarme sin saber muy bien para qué ni cómo: abrí mi corazón a cuanto viniese sin reprimir ni rechazar nada, ya que acaso todo podía derivar en sorpresa y enseñanza. Y empecé a mirar a las personas tal y como eran: comencé por sus sonrisas y sus miradas, por sus pies y sus manos, por su pecho desnudo y su espalda cansada. Su piel tan fina me habló de su tristeza y sus miedos, de sus anhelos y del frío, de llanto y soledad, de lucha y aliento. Y como Dios no aparecía seguí compartiendo el día a día con ellos: mi pan y mi cuerpo, mi amor redescubierto, el suyo siempre sorpresivo, la senda y el tiempo.
Nunca vi al Dios que esperaba y me dije a mí misma que era por falta de fe. La vida mientras, con fe o sin ella, me fue colmando el vacío de amaneceres y de ocasos, de amistad y soledad sonora, de montañas colosales y finos granos de arena, de ascensos y desalientos, de solidaridad, dolor y sueños; de niños aprendiendo a dar sus primeros pasos, y ancianos saboreando la fruta madura del tiempo. Nunca llegó ese Dios para agarrarme de la muñeca y sacarme de mis infiernos, pero aparecieron personas que apretaron mi mano y me infundieron de nuevo el aliento de vida. Nunca pude mostrarme ante Dios como había querido hacerlo, pero ¡cuántas veces me sorprendió el Amor, encontrándome desprevenida! Me sedujo cada vez como la primera, sin llegar yo nunca a reconocerlo. Me fue enseñando tantas cosas, el Amor, con acentos y caricias siempre nuevos. Lo negué tantas veces, al Amor, por miedo a quemarme y derrochar las fuerzas que reservaba a un querer más sublime. Y permaneció conmigo, el Amor, tantas noches sin luna mientras yo sólo atendía la llegada del alba. Y vino tantas veces a mi encuentro, el Amor, mientras yo proseguía en la espera…
Y al atardecer de la vida, nublada la vista por el velo de los años, sin poder contemplar el horizonte donde tanto había ansiado vislumbrar esa presencia divina, volví mis ojos a los recuerdos que guardaba como un tesoro. Y acariciando la huella que cada rostro había impreso en mi corazón como en un paño, pude al fin reconocerle: “¿acaso no ardía mi corazón en cada etapa del camino?”. Entonces supe, y gusté y saboreé que todo cuanto había pasado era Dios mismo; que todo ese amor partido y compartido, tantas veces muerto y resucitado, era eso que otros llamaban Dios y yo entendía como vida, armonía y energía. Entonces supe del Dios al que no había podido mirar de frente en una imagen unívoca, porque se expresaba en todos los ojos, todas las manos, todas las personas que habían llegado hasta mí como olas de un mismo mar cadencioso. Y en ese vaivén de olas me pareció escuchar al fin un susurro quedo, acompasado a la música que desde siempre había resonado en mi interior con cada latido: “¿me amas?”. Y yo, desnuda de fe, expectativas y proyectos; yo, que nada esperaba ya de la vida, esbocé al fin una sonrisa serena – la más espontánea, acaso la más sincera – y respondí en mi interior: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”.
Eclesalia.net
“Al final del camino me dirán:
-¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo, sin decir nada,
abriré el corazón lleno de nombres”. (Pedro Casaldáliga)
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