lunes, 18 de marzo de 2013

HOMILIA DEL PAPA EN SANTA ANA

Homilía del Papa Francisco en la parroquia de Santa Ana en el Vaticano (17-3-2013)

El mensaje más fuerte del Señor es la misericordia

Es bonito, esto: primero, Jesús solo en el monte, rezando. Rezaba solo (cf. Jn 8, 1). Después se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a él (cf. v. 2). Jesús en medio del pueblo. Y después, al final, lo dejaron solo con la mujer (cf. v. 9). ¡Esa soledad de Jesús! Pero una soledad fecunda: la de la oración con el Padre y aquella otra, tan hermosa, que es precisamente el mensaje de hoy de la Iglesia: la de su misericordia con esa mujer.

Hay también una diferencia en el pueblo. Todo el pueblo acudía a él; él se sentó y se puso a enseñarles: el pueblo que quería oír las palabras de Jesús, el pueblo de corazón abierto, necesitado de la Palabra de Dios. Había otros que no oían nada, que no podrían oír; y son los que le llevaron a esa mujer: «Oye, Maestro, esta es una tal y una cual… Tenemos que hacer lo que Moisés nos mandó que hiciéramos con estas mujeres» (cf. vv. 4-5).

Creo que nosotros también somos ese pueblo que, por un lado, quiere oír a Jesús, pero por otro, a veces, nos gusta apalear a los demás, condenar a los demás. Y el mensaje de Jesús es ese: la misericordia. Para mí —lo digo con humildad—, es el mensaje más fuerte del Señor: la misericordia. Pero él mismo lo dijo: «Yo no he venido para los justos; los justos se justifican solos». «Pero bueno, bendito Señor, si tú puedes hacerlo, ¡yo no puedo!». Pero ellos creen poder hacerlo. «Yo he venido para los pecadores» (cf. Mc 2, 17).

Pensad en aquella charla tras la vocación de Mateo: «¡Pero este va con los pecadores!» (cf. Mc 2, 16). Y él ha venido para nosotros, cuando nosotros reconocemos que somos pecadores. Pero si somos como ese fariseo, ante el altar —«Te doy gracias, Señor, porque no soy como todos los demás hombres, y ni siquiera como el que está en la puerta, como ese publicano» (cf. Lc 18, 11-12)—, ¡no conocemos el corazón del Señor, y no tendremos nunca la alegría de experimentar esa misericordia! No es fácil encomendarse a la misericordia de Dios, porque se trata de un abismo incomprensible. ¡Pero tenemos que hacerlo! «—¡Oh, padre! ¡Si usted conociera mi vida, no me hablaría así! —¿Por qué? ¿Qué has hecho? —¡Oh! ¡He hecho cosas horribles! —¡Mejor! Ve a Jesús: ¡a él le gusta que le cuentes estas cosas!». Él se olvida, él tiene una capacidad especial para olvidarse. Se olvida, te besa, te abraza y te dice tan solo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). Solo este consejo te da. Un mes después, estamos en las mismas condiciones… Volvemos al Señor. El Señor no se cansa de perdonar: ¡nunca! Somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón. Pidamos, pues, la gracia de no cansarnos de pedirle perdón, porque él nunca se cansa de perdonar. Pidamos esta gracia.

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