JULIO ALONSO AMPUERO
Uno se llamaba Cleofás; el otro, no sabemos. Pero conocemos perfectamente su estado de ánimo después de los acontecimientos terribles de la pasión y muerte de Jesús (Lc 24,13-35).
Habían sido discípulos de Jesús. Habían sido testigos de su predicación, de las palabras increíbles del rabí de Nazaret que hablaba con autoridad y no como los escribas (cfr. Mc 1,22). Habían sido testigos de sus milagros. Nadie había hecho nunca nada semejante. Una y otra vez habían experimentado el asombro ante este Jesús que «fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo». Todo ello les había hecho forjarse ilusiones. En una situación tan dura como la que atravesaba el pueblo de Israel bajo el yugo romano, seguramente había surgido por fin el liberador. Como había ocurrido antaño cuando la opresión de los israelitas en Egipto, Dios había vuelto a suscitar el hombre con el que sacudirse al opresor injusto: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel».
«Esperábamos...» No hace falta esforzarse mucho para percibir en estas palabras una enorme amargura y una profunda decepción. Había unas expectativas muy concretas que han quedado defraudadas. Estos dos hombres –quizá jóvenes llenos de ilusión por un futuro mejor– han quedado hondamente desilusionados... Se sienten decepcionados por el rabí de Nazaret en quien habían puesto todas sus esperanzas. En efecto, Jesús no ha sido el libertador que ellos esperaban: «Nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron». El contraste entre sus expectativas y el resultado ha sido demasiado brusco: «llevamos ya tres días desde que esto pasó».
La decepción y la amargura son tan profundas que la noticia del sepulcro vacío y de la aparición de los ángeles les resulta imposible de creer. Para ellos la muerte de Jesús es irreversible: «pero a él no le vieron». Por eso regresan a su pueblo y a sus ocupaciones. Quizá un día habían dejado sus cosas y tareas para seguir a Jesús, entusiasmados con Él. Hoy sólo existe el desencanto. Por eso vuelven a lo de antes. Ya no esperan nada. Piensan que no vale la pena volver a ilusionarse. Están de vuelta... La experiencia de los de Emaús es quizá también la nuestra. Nos sentimos decepcionados por la Iglesia, que nos parece que no está a la altura debida. Nos ha defraudado tal grupo o comunidad o tal sacerdote en quien confiábamos. Hay quien siente incluso que le ha fallado el mismo Dios, porque parece que sus hermosas promesas no se cumplen...
A veces hay quien ha experimentado la decepción porque le falló su mejor amigo, o su marido, o su mujer... y ya no se fía de nadie. No quiere por nada en el mundo que le vuelvan a herir. No está dispuesto a sufrir de nuevo el mazazo de la frustración. La decepción es una de las experiencias más duras del ser humano, porque corre el riesgo de destruir algo de lo más grande que hay en él: la esperanza. Y es tanto más dolorosa cuanto más esperábamos o cuanto más importante y sagrado es aquel en quien esperábamos; sobre todo si nos sentimos decepcionados por un sacerdote, o por la Iglesia, o por Dios mismo... Sin embargo, si nos fijamos con atención, Cleofás y su compañero se sienten decepcionados porque han fallado sus expectativas. Las suyas. Jesús no les ha fallado: está vivo y camina con ellos mientras ellos siguen encerrados en su tristeza. Es su mismo abatimiento el que les impide reconocer que todo tenía un sentido.
Jesús mismo tiene que sacudirles para despertar sus mentes embotadas por la desesperanza: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera eso y entrara así en su gloria?» «Era necesario que Cristo padeciera». Lo que constituía el motivo de su decepción concuerda, sin embargo, con los planes del Padre; más aún, es causa de gloria para Cristo y de salvación para ellos... Sus corazones, gélidos por la decepción, empiezan a calentarse. Dirán después: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino...?» La decepción se supera cuando dejamos que Cristo nos explique las Escrituras mientras recorremos el camino de nuestra vida. Sí, aquel sufrimiento era «necesario», es decir, formaba parte de los planes del Padre para mi bien. «Me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus justos mandamientos», había exclamado el Salmista (Sal 119,71). Aquella situación negativa tenía sentido...
El secreto está en no encerrarnos en nuestra lógica a ras de tierra y en dejarnos levantar a otra lógica superior. Varios siglos antes de Cristo, Isaías había proclamado de parte de Dios: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, mis caminos no son vuestros caminos. Como se levanta el cielo sobre la tierra, así mis caminos son más altos que los vuestros, mis pensamientos que vuestros pensamientos» (Is 55,8-9). Lo que constituía motivo de decepción para los de Emaús va a acabar constituyendo motivo de gloria y de salvación para ellos mismos. De hecho, Pablo exclamará: «¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Gal 6,14), porque la cruz es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,24)
No, Dios no falla nunca. Fallan nuestras expectativas, fracasan nuestros planes, quedan defraudadas nuestras ilusiones. Pero Dios no falla. Ninguna de sus promesas deja de cumplirse (Jos 21,45; 23,14). Por eso, «la esperanza no defrauda» (Rom 5,5). «Los que esperan en el Señor no quedan defraudados» (Sal 25,3) De hecho, los de Emaús comprueban que Jesús, lejos de fallarles, ha colmado de manera insospechada sus expectativas. Pero, eso sí, de otro modo muy distinto al que ellos esperaban. Por eso, a pesar de lo tardío de la hora y del cansancio del camino de ida, emprenden inmediatamente el camino de regreso a Jerusalén para hacer partícipes a los demás de su gozo. En cierto modo es inevitable que surjan decepciones en nuestra vida. El secreto está en que no nos encerremos en la amargura que ellas producen. Si dejamos a Jesús Resucitado caminar con nosotros, Él mimo nos explicará las Escrituras, hará arder nuestro corazón y sanará la herida de la decepción. Entenderemos que «era necesario», que «tenía sentido», que «los planes de Dios no eran los nuestros»... Entonces sentiremos que la esperanza brota de nuevo en nosotros y nos inunda la alegría. Y correremos a hacer partícipes de ella a los demás...
(Texto bíblico: Lc 24,13-35)
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