lunes, 30 de agosto de 2010

SIN FRONTERAS



¿Quien duda de la unión de los pueblos cuando se deja libre el "Espíritu"?...

SIN FRONTERAS



Otro ejemplo bellísimo de como la música es capaz de unir pueblos, culturas, creencias...

Musicos de la calle del todo el mundo se unen en El proyecto 'Playing for change' (sin fronteras)para versionar el clásico de Ben E. King

viernes, 27 de agosto de 2010

REBELDE E INCONFORMISTA

JULIO ALONSO AMPUERO

Los estudiosos han llegado a la conclusión de que el libro de Job no relata una historia realmente sucedida, sino que nos encontramos ante un escrito de tipo didáctico que transmite unas enseñanzas a través de una ficción literaria. Sin embargo, podemos afirmar que Job es un personaje real. Me explico. Aunque Job sea un personaje literario, sí existió el autor del libro de Job. Por tanto, lo que ese libro enseña nos está hablando de una persona real –fuese cual fuese su nombre, que desconocemos– que realmente pensó y sintió lo que acabó plasmando en el personaje literario Job.

Por otra parte, el título de este capítulo puede extrañar. Se suele hablar de «la paciencia del santo Job». No queremos quitar a Job su fama de santidad ni de paciencia. Sin embargo, quien lea con atención este libro verá que los tiros van por otro sitio. El libro no nos ofrece datos de tipo cronológico. Sin embargo, quizá podamos situar a Job a principios del siglo V antes de nuestra era. Job es un hombre que ha experimentado duramente en su propia carne el dolor y el sufrimiento. Después de años de prosperidad económica y familiar, pierde todo: sus ganados, sus hijos, su salud... Parece que la desgracia se ceba en él, y además de manera repentina. Sin embargo, el sufrimiento mayor no es el físico, sino el moral. En esa época se consideraba que Dios bendecía al hombre justo y castigaba al pecador. Hasta ahora Job había comprobado en cierto modo la validez de esta afirmación: él era un hombre religiosa y moralmente íntegro y todo le iba muy bien. Pero ahora... Job experimenta una lucha interior tremenda. Por un lado, él tiene conciencia cierta de su fidelidad a su Dios. Pero según el criterio vigente en su época, esto llevaba a considerar injusto a Dios, pues no recompensaba a quien se había comportado rectamente, sino que más bien le afligía con sufrimientos. No había término medio: o Job había fallado, o Dios le estaba fallando a él.

Cuando llegan sus amigos para compadecerse de él, repiten los mismos principios. Elifaz, con la moderación del anciano; Sofar, con la impetuosidad del joven; y Bildad con su estilo equilibrado. Pero los tres reafirman idéntica convicción: si Job sufre, es que ha pecado; y aunque él crea lo contrario, Dios mismo le considera pecador. Es entonces cuando Job protesta y se rebela. Su sufrimiento es evidente. Pero para él no menos evidente es su inocencia. Es un hecho irrefutable: Job sufre siendo inocente. Sus amigos contraatacan, insistiendo en sus posturas, haciéndole ver que está dejando mal a Dios al hacerle pasar por injusto y cruel, por un Dios que maltrata al inocente. Pero Job no cede. Se aferra al hecho –para él evidente– de su inocencia y a los hechos que ha visto a lo largo de su vida también en otros. Esta insistencia en su inocencia hace que Job nos parezca orgulloso y arrogante. Pero es que él no puede ceder ante lo que considera un hecho probado.

Elihú interviene entonces para suavizar un poco las cosas: Dios a veces castiga para hacer expiar pecados inadvertidos o para prevenir otros más graves y curar de antemano el orgullo. Pero tampoco esto convence al inconformista Job, que llega incluso a retar a Dios. No entiende, no sabe el porqué de sus males, pero no cesa de indagar. No se conforma con las soluciones simplistas y se rebela contra ellas, pero no encuentra otras. No le valen los convencionalismos, las soluciones prefabricadas que –aunque aceptadas por la mayoría– en realidad no solucionan nada. Y acude a Dios mismo, el único que puede responder al porqué de su sufrimiento.

Y Dios responde. Le hace entender a Job que no es él quién para pedir cuentas a Dios. No puede juzgar a Dios, porque supera infinitamente su razón, es incomparablemente más sabio y poderoso que Job y que lo que Job pueda pensar. Dios responde. Pero no da una solución. Job reconoce que ha hablado neciamente en su pretensión de acaparar a Dios: «Era yo el que empañaba el Consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro» (42,3). Job se ha encarado con Dios buscando de él mismo una respuesta. Y Dios le responde haciendo callar a Job y haciéndole entrar en su misterio. Debe fiarse de Él, aunque no entienda. Debe arrojarse entre las manos de Aquel que sabe lo que es bueno para el hombre, aunque este no comprenda. Con ello Job no claudica de su inconformismo. No reniega de su empeño de encontrar un porqué. Más bien, se ha abierto a la luz superior de la fe. Ha superado la estrechez de su razón humana para zambullirse en el misterio de Dios. Y este misterio le libera, porque le catapulta a regiones ignotas, le levanta por encima de sí mismo. En este forcejeo en la oscuridad Job ha acabado reconociendo que Dios es siempre más, que no se deja encerrar en fórmulas y conceptos y desborda nuestra lógica. Rebelde e inconformista, y aun pecando de orgulloso y arrogante, Job ha destrozado con su fe el techo de la sabiduría de este mundo. Aunque su sufrimiento siendo inocente permanece inexplicado, nos impresiona su profundo y radical acto de fe:

«Yo sé que mi Defensor está vivo y que él, al final, se alzará sobre el polvo; y después que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo veré, lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño» (19,25-27).

Todavía no hay respuesta. Esta aparecerá cuando en Jesús veamos al totalmente inocente sumergido en el máximo sufrimiento. Aparecerá cuando se abra el horizonte de la eternidad y entendamos que «los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará» (Rom 8,18). Todavía no hay respuesta. Pero Job no ha aceptado encerrarse en los estrechos límites de la lógica humana. Con su inconformismo y su búsqueda ha acabado abriéndose al misterio de Dios. El sufrimiento de este mundo no es castigo por pecados propios. Pero tampoco proviene de un Dios injusto que hace sufrir al hombre arbitrariamente. El sufrimiento tiene un sentido. Aunque él desconozca cuál.

Job no ha cesado de buscar y de indagar. Ha rechazado las respuestas simples y convencionales. Ha preguntado una y mil veces «por qué». Ha llegado a pecar de arrogancia, pero no se ha conformado con lo establecido, con lo de siempre. Por lo demás, también sus amigos pecan de arrogancia. Aparentemente dejan bien a Dios al evitar tenerle por injusto. Pero en realidad le dejan mal, pues pecan contra la verdad. Al trivializar la verdad, al negarse a reconocer la realidad, al quedarse tranquilos en sus pobres concepciones, se cierran a Dios, que es la verdad, y deforman su imagen.

Job en su inconformismo pregunta sin cesar. Pregunta a Dios. Y Dios abre su mente. Sus amigos, en cambio, no preguntan, no buscan, se dan por satisfechos con lo sabido. Pero, por eso mismo, no preguntan a Dios. Al no abrirse a la verdad, no se abren a Dios. El inconformismo de Job le ha liberado, pues «la verdad hace libre» (Jn 8,32). Le ha liberado de sí mismo y le ha hecho capaz de encontrar respuesta en el misterio trascendente de Dios. Y su inconformismo nos libera también a nosotros...
(Texto bíblico: Libro de Job)

domingo, 22 de agosto de 2010

UNA MUJER QUE SUPO ARRIESGARSE

JULIO ALONSO AMPUERO
A veces se dan situaciones en la vida de una persona en que hay que realizar opciones de una trascendencia enorme. La persona se encuentra ante circunstancias en las que se juega mucho –para sí mismo o para otros– y no puede eludir la necesidad de optar. Es como una encrucijada de consecuencias incalculables según se tome un camino u otro. En esos casos se precisa lucidez para discernir, pero sobre todo valentía para arriesgar. Este fue el caso de Ester, una de las mujeres más conocidas de la Biblia.

Su historia está ambientada en la época de domino persa, concretamente en tiempo del rey Asuero (Jerjes I: 486-465 a. C.). El hecho de que este marco histórico pudiera ser una ficción literaria para aludir en realidad a la situación de persecución religiosa bajo Antíoco IV Epífanes, no quita nada de valor a la vivencia de nuestro personaje. Al caer en desgracia la reina Vasti, Asuero designa en su lugar a Ester, una judía de la diáspora que reside en Susa junto a su tío Mardoqueo, el cual es también empleado de la corte real.

Contemporáneamente, Amán es elevado al rango de ministro plenipotenciario del rey Asuero y los funcionarios de palacio tienen el deber de saludarle doblando ante él su rodilla. Mardoqueo, el tío de Ester, se niega por motivos de conciencia, por fidelidad a su fe judía. Y esto ocasiona que Amán decida vengarse no sólo de él, sino del pueblo al que pertenece. En consecuencia, planea –con el consentimiento del rey– el exterminio del pueblo judío en todo el imperio. A Ester se le da a conocer la situación y Mardoqueo la apremia a intervenir ante el rey Asuero. Sin embargo, sólo puede hacerlo si es invitada por el rey; pues quien se acerque al trono sin llamada expresa del soberano es reo de muerte.

La nueva reina se encuentra así ante un dilema doloroso: por un lado, el exterminio de su pueblo –incluida en primer lugar la muerte de su propio tío, que la ha criado y a quien tanto debe–; por otro, el riesgo de su propia vida (al elegirla reina, Asuero le ha demostrado evidente simpatía, pero desconoce hasta dónde llega el favor del rey, sobre todo cuando está por medio la desobediencia explícita a una orden suya). Ester sufre lo indecible en su corazón. Debe optar, y cualquiera de las opciones conlleva riesgos. Más aún, de ningún modo puede eludir la opción: dejar de intervenir ante el rey equivale en realidad a aceptar el exterminio de su pueblo.

Comprende que se encuentra en un momento decisivo de su vida. Se da cuenta que no es casual que haya sido elegida reina precisamente en el momento en que se decreta la aniquilación de su propio pueblo, el pueblo de Dios. Y Mardoqueo se encarga de recordárselo: «¡Quién sabe si precisamente para esta ocasión has llegado a ser reina!» (Est 4,14). Ve que debe arriesgar. Pero se siente débil. El paso que ha de dar le hiela la sangre. La posibilidad real y cercana de la muerte la paraliza... Ella es joven, y se trata de una muerte fácilmente evitable para ella: simplemente callar. La tentación de lavarse las manos debió ser muy fuerte para Ester.

Se siente débil e incapaz. Por eso pide que oren y ayunen por ella. Y ella misma se hunde en la oración: tres días enteramente dedicados a la oración y al ayuno. El texto bíblico nos dice que «la reina Ester se refugió en el Señor, presa de mortal angustia» (4,17k). Hay decisiones que el hombre es incapaz de tomar sin la fuerza de Dios. Hay riesgos que es impotente para asumir si no es sostenido por el poder de su Creador. Ester va a la oración para presentar a su Dios una situación que la desborda. Su pueblo se encuentra en gran aflicción y a la desesperada. Pero ella se encuentra llena de temor, porque su vida también está seriamente amenazada.

Pero el sentimiento que más capta su corazón en esas circunstancias es la soledad. Más aún que el miedo: dos veces expresa en su oración este sentimiento de estar sola. Y es que cuando el hombre debe tomar decisiones de tanto riesgo y trascendencia experimenta más que nunca la soledad. Entonces de nada sirven la presencia de los demás, ni su afecto o su compasión. Entonces sólo Dios es apoyo adecuado. Sólo en la oración se experimenta la presencia y la fuerza de Aquel que es capaz de sostenernos cuando está en juego la vida propia y la de los demás. Y Ester decide arriesgar. Sin dejar de sentir miedo, pero sostenida por la oración –la suya y la de su pueblo–, asume finalmente la decisión que compromete su vida: «A pesar de la ley, me presentaré ante el rey; y si tengo que morir, moriré» (4,16).

Una vez tomada la decisión, los acontecimientos siguen su curso. Fortalecida por la confianza en Dios, se siente capaz de abordar al rey. Sabe que debe actuar, y actúa. Pero a la vez espera todo del único que puede volver del revés los acontecimientos. Y todo acaba bien, tanto para ella como para su pueblo. Pero hay un último detalle que conviene resaltar: ahora Ester se siente plenamente solidaria de su pueblo. Antes había visto un dilema: la salvación de su pueblo o su propia seguridad. Ahora se ve unificada con su pueblo, y por eso pide al rey su vida y la vida de su pueblo, pues «yo y mi pueblo hemos sido vendidos para ser exterminados, muertos y aniquilados» (7,3-4). Aunque la decisión le haya costado, sabe que su vida es inseparable de la de su pueblo; por eso no oculta su condición de judía. En realidad, la disyuntiva era falsa: el egoísmo siempre destruye, tanto la vida propia como la de los demás. Sólo el amor que está dispuesto a dar la vida es el que redime y salva.

(Texto bíblico: Libro de Ester)

jueves, 12 de agosto de 2010

VOLUNTARISTA AGRACIADO

JULIO ALONSO AMPUERO

Sin duda alguna, una de las personalidades más ricas e influyentes en la historia de la humanidad ha sido Saulo de Tarso. Hombre apasionado como pocos, luchador incansable y a la vez honradamente reflexivo, viajero hasta la extenuación, directo e incisivo, capaz de ternura y de amor, y, sobre todo, fiel a sí mismo, coherente, hombre de una pieza. Coetáneo de Jesús de Nazaret, no parece haberle conocido durante su vida terrena. Saulo vivía en la diáspora judía, concretamente en Tarso de Cilicia, y no debió coincidir con el Rabbí de Galilea. Había sido educado con todo esmero en las tradiciones religiosas de los padres. Aun viviendo fuera de Palestina, su familia era profundamente religiosa y practicante, y Saulo recibió ese contagio en su infancia. No podía entender la vida de otra manera. Al llegar a la edad juvenil decidió ser rabino y se preparó a conciencia con el estudio de las Escrituras y de las aportaciones de los rabinos anteriores a él. Llegó a viajar incluso a Jerusalén, donde se formó junto al gran Gamaliel.

Más aún. Dentro del judaísmo optó por la rama farisea. Los fariseos tienen por lo general mala prensa. Sin embargo, eran el grupo más piadoso y cumplidor. Saulo no se andaba con medias tintas, y se une a aquellos que han elegido el camino de la «estricta observancia». No sólo se une: lo sigue con escrupulosa fidelidad. Un día dirá de sí mismo: «En cuanto a la justicia de la Ley, intachable». Siendo aún joven, se había colocado entre la élite espiritual y religiosa del pueblo de Israel. Lejos de toda mediocridad y en absoluta coherencia con sus principios fariseos, no dudará en perseguir a la Iglesia naciente. No podía tolerar aquella secta de los nazarenos que amenazaba los fundamentos de la fe judía. Había que extirparla de inmediato. Y ahí le vemos: asistiendo a la ejecución de Esteban y buscando por todas partes a los que se habían hecho cristianos, para denunciarlos y presentarlos al Sanedrín. En esas actividades persecutorias andaba, cuando un día, en el camino de Damasco, se le presentó Jesús, el que había sido ajusticiado y que para Saulo sólo era un personaje rechazable del pasado. Desde ese día su vida dio un vuelco total. No nos detenemos en estos pocos párrafos en todo lo que implicó para Pablo ese acontecimiento. Sólo nos fijaremos en un aspecto de la revolución interior que se desató en su alma.

En un instante se vio agraciado de manera sorprendente e inesperada. El amor salvador de Cristo se volcó sobre él provocando una transformación tan honda que Pablo la llamará más tarde «nueva creación». Saulo ha sido alcanzado en el camino de Damasco por Cristo, que ha hecho de él un hombre nuevo. Esto no significa que cambiase totalmente en un instante. Pero sí ha cambiado radicalmente su visión de sí mismo y de su relación con Dios. Lo que ha recibido de manera gratuita es tan profundo que necesitará años para asimilarlo y entenderlo. Y no podrá hacer otra cosa que empeñar toda su vida para transmitir a los más posibles esta Buena Noticia tan nueva como gozosa. Hemos dicho que Saulo era un hombre moralmente intachable y religiosamente ferviente. ¿En qué consiste entonces su conversión? A la luz de la experiencia del camino de Damasco comprende que era un voluntarista autosuficiente. Hasta ahora había puesto todo su empeño en conquistar la salvación y en ganarse la amistad con Dios mediante sus buenas obras. Era él quien se salvaba a sí mismo cumpliendo con todo detalle las acciones prescritas por la Ley judía y sólo tenía que presentarse ante Dios para recibir la aprobación y el premio por lo conseguido.

Ahora, en cambio, entiende que la salvación es don gratuito de Dios. Lo entiende porque lo experimenta en lo más hondo de su ser. Todo es gracia. El hombre no puede salvarse a sí mismo. Herido por el pecado en las raíces de su ser, sólo puede ser salvado por Cristo. En el camino de Damasco Saulo ha sido derribado. Pero derribado sobre todo de su orgullo. Ahora reconoce la verdad de su condición de hombre pecador: «no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rom 8,19). Radicalmente esclavo del pecado (Rom 6,20), sólo puede ser liberado por aquel que le amó y se entregó a la muerte por él (Gal 2,20). Ahora –sólo ahora– entiende la inutilidad de sus enormes esfuerzos como fariseo para conquistar la santidad. Ve con toda claridad que aquello sólo era soberbia disfrazada de religiosidad. Ahora entiende por experiencia que el amor gratuito de Cristo puede colocarle en un solo instante en la santidad que él mismo no ha conseguido en años interminables de lucha. Entiende que lo que ha acontecido en la muerte y resurrección de Cristo es tan radicalmente nuevo como para dividir la historia de los hombres en un antes y un después. Esta novedad no puede ser callada. Hay que gritarla. Hay que hacerla llegar a todos los hombres. Y Pablo se convierte en misionero infatigable por los caminos del mundo.

Ya no se avergüenza de su debilidad, no se rebela contra las limitaciones ni contra las dificultades. Ha escuchado en el fondo de su corazón la voz de Cristo: «Te basta mi gracia», y puede proclamar en tono casi desafiante: «Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo... pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,9-10). La cruz de Cristo es infinitamente más fuerte que toda fuerza de los hombres (1Cor 1,24-25). En la resurrección del Señor se ha desplegado un poder inimaginable (Ef 1,19-20) que él mismo experimenta personalmente como energía que le transforma (Fil 3,10). Y se experimenta a sí mismo como nueva creación (2Cor 5,17), capaz de vivir lo que por sus solas fuerzas jamás hubiera logrado. He ahí el milagro del camino de Damasco: Pablo ha sido agraciado con un don de lo alto inmerecido. Ya no tiene motivo para enorgullecerse. Todo es gracia. Ante Dios sólo cabe recibir, sólo tiene sentido dejarse transformar. Dios es quien da y actúa. El hombre es quien recibe y acoge. Pablo no sólo ha sido liberado del pecado. Sobre todo, ha sido liberado de sí mismo, de su vivir desde sí y para sí. Y sus horizontes se dilatan sin límite...
(Textos bíblicos: Cartas de san Pablo, en particular Gálatas y Romanos)