JULIO ALONSO AMPUERO
Los estudiosos han llegado a la conclusión de que el libro de Job no relata una historia realmente sucedida, sino que nos encontramos ante un escrito de tipo didáctico que transmite unas enseñanzas a través de una ficción literaria. Sin embargo, podemos afirmar que Job es un personaje real. Me explico. Aunque Job sea un personaje literario, sí existió el autor del libro de Job. Por tanto, lo que ese libro enseña nos está hablando de una persona real –fuese cual fuese su nombre, que desconocemos– que realmente pensó y sintió lo que acabó plasmando en el personaje literario Job.
Por otra parte, el título de este capítulo puede extrañar. Se suele hablar de «la paciencia del santo Job». No queremos quitar a Job su fama de santidad ni de paciencia. Sin embargo, quien lea con atención este libro verá que los tiros van por otro sitio. El libro no nos ofrece datos de tipo cronológico. Sin embargo, quizá podamos situar a Job a principios del siglo V antes de nuestra era. Job es un hombre que ha experimentado duramente en su propia carne el dolor y el sufrimiento. Después de años de prosperidad económica y familiar, pierde todo: sus ganados, sus hijos, su salud... Parece que la desgracia se ceba en él, y además de manera repentina. Sin embargo, el sufrimiento mayor no es el físico, sino el moral. En esa época se consideraba que Dios bendecía al hombre justo y castigaba al pecador. Hasta ahora Job había comprobado en cierto modo la validez de esta afirmación: él era un hombre religiosa y moralmente íntegro y todo le iba muy bien. Pero ahora... Job experimenta una lucha interior tremenda. Por un lado, él tiene conciencia cierta de su fidelidad a su Dios. Pero según el criterio vigente en su época, esto llevaba a considerar injusto a Dios, pues no recompensaba a quien se había comportado rectamente, sino que más bien le afligía con sufrimientos. No había término medio: o Job había fallado, o Dios le estaba fallando a él.
Cuando llegan sus amigos para compadecerse de él, repiten los mismos principios. Elifaz, con la moderación del anciano; Sofar, con la impetuosidad del joven; y Bildad con su estilo equilibrado. Pero los tres reafirman idéntica convicción: si Job sufre, es que ha pecado; y aunque él crea lo contrario, Dios mismo le considera pecador. Es entonces cuando Job protesta y se rebela. Su sufrimiento es evidente. Pero para él no menos evidente es su inocencia. Es un hecho irrefutable: Job sufre siendo inocente. Sus amigos contraatacan, insistiendo en sus posturas, haciéndole ver que está dejando mal a Dios al hacerle pasar por injusto y cruel, por un Dios que maltrata al inocente. Pero Job no cede. Se aferra al hecho –para él evidente– de su inocencia y a los hechos que ha visto a lo largo de su vida también en otros. Esta insistencia en su inocencia hace que Job nos parezca orgulloso y arrogante. Pero es que él no puede ceder ante lo que considera un hecho probado.
Elihú interviene entonces para suavizar un poco las cosas: Dios a veces castiga para hacer expiar pecados inadvertidos o para prevenir otros más graves y curar de antemano el orgullo. Pero tampoco esto convence al inconformista Job, que llega incluso a retar a Dios. No entiende, no sabe el porqué de sus males, pero no cesa de indagar. No se conforma con las soluciones simplistas y se rebela contra ellas, pero no encuentra otras. No le valen los convencionalismos, las soluciones prefabricadas que –aunque aceptadas por la mayoría– en realidad no solucionan nada. Y acude a Dios mismo, el único que puede responder al porqué de su sufrimiento.
Y Dios responde. Le hace entender a Job que no es él quién para pedir cuentas a Dios. No puede juzgar a Dios, porque supera infinitamente su razón, es incomparablemente más sabio y poderoso que Job y que lo que Job pueda pensar. Dios responde. Pero no da una solución. Job reconoce que ha hablado neciamente en su pretensión de acaparar a Dios: «Era yo el que empañaba el Consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro» (42,3). Job se ha encarado con Dios buscando de él mismo una respuesta. Y Dios le responde haciendo callar a Job y haciéndole entrar en su misterio. Debe fiarse de Él, aunque no entienda. Debe arrojarse entre las manos de Aquel que sabe lo que es bueno para el hombre, aunque este no comprenda. Con ello Job no claudica de su inconformismo. No reniega de su empeño de encontrar un porqué. Más bien, se ha abierto a la luz superior de la fe. Ha superado la estrechez de su razón humana para zambullirse en el misterio de Dios. Y este misterio le libera, porque le catapulta a regiones ignotas, le levanta por encima de sí mismo. En este forcejeo en la oscuridad Job ha acabado reconociendo que Dios es siempre más, que no se deja encerrar en fórmulas y conceptos y desborda nuestra lógica. Rebelde e inconformista, y aun pecando de orgulloso y arrogante, Job ha destrozado con su fe el techo de la sabiduría de este mundo. Aunque su sufrimiento siendo inocente permanece inexplicado, nos impresiona su profundo y radical acto de fe:
«Yo sé que mi Defensor está vivo y que él, al final, se alzará sobre el polvo; y después que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo veré, lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño» (19,25-27).
Todavía no hay respuesta. Esta aparecerá cuando en Jesús veamos al totalmente inocente sumergido en el máximo sufrimiento. Aparecerá cuando se abra el horizonte de la eternidad y entendamos que «los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará» (Rom 8,18). Todavía no hay respuesta. Pero Job no ha aceptado encerrarse en los estrechos límites de la lógica humana. Con su inconformismo y su búsqueda ha acabado abriéndose al misterio de Dios. El sufrimiento de este mundo no es castigo por pecados propios. Pero tampoco proviene de un Dios injusto que hace sufrir al hombre arbitrariamente. El sufrimiento tiene un sentido. Aunque él desconozca cuál.
Job no ha cesado de buscar y de indagar. Ha rechazado las respuestas simples y convencionales. Ha preguntado una y mil veces «por qué». Ha llegado a pecar de arrogancia, pero no se ha conformado con lo establecido, con lo de siempre. Por lo demás, también sus amigos pecan de arrogancia. Aparentemente dejan bien a Dios al evitar tenerle por injusto. Pero en realidad le dejan mal, pues pecan contra la verdad. Al trivializar la verdad, al negarse a reconocer la realidad, al quedarse tranquilos en sus pobres concepciones, se cierran a Dios, que es la verdad, y deforman su imagen.
Job en su inconformismo pregunta sin cesar. Pregunta a Dios. Y Dios abre su mente. Sus amigos, en cambio, no preguntan, no buscan, se dan por satisfechos con lo sabido. Pero, por eso mismo, no preguntan a Dios. Al no abrirse a la verdad, no se abren a Dios. El inconformismo de Job le ha liberado, pues «la verdad hace libre» (Jn 8,32). Le ha liberado de sí mismo y le ha hecho capaz de encontrar respuesta en el misterio trascendente de Dios. Y su inconformismo nos libera también a nosotros...
(Texto bíblico: Libro de Job)
Los estudiosos han llegado a la conclusión de que el libro de Job no relata una historia realmente sucedida, sino que nos encontramos ante un escrito de tipo didáctico que transmite unas enseñanzas a través de una ficción literaria. Sin embargo, podemos afirmar que Job es un personaje real. Me explico. Aunque Job sea un personaje literario, sí existió el autor del libro de Job. Por tanto, lo que ese libro enseña nos está hablando de una persona real –fuese cual fuese su nombre, que desconocemos– que realmente pensó y sintió lo que acabó plasmando en el personaje literario Job.
Por otra parte, el título de este capítulo puede extrañar. Se suele hablar de «la paciencia del santo Job». No queremos quitar a Job su fama de santidad ni de paciencia. Sin embargo, quien lea con atención este libro verá que los tiros van por otro sitio. El libro no nos ofrece datos de tipo cronológico. Sin embargo, quizá podamos situar a Job a principios del siglo V antes de nuestra era. Job es un hombre que ha experimentado duramente en su propia carne el dolor y el sufrimiento. Después de años de prosperidad económica y familiar, pierde todo: sus ganados, sus hijos, su salud... Parece que la desgracia se ceba en él, y además de manera repentina. Sin embargo, el sufrimiento mayor no es el físico, sino el moral. En esa época se consideraba que Dios bendecía al hombre justo y castigaba al pecador. Hasta ahora Job había comprobado en cierto modo la validez de esta afirmación: él era un hombre religiosa y moralmente íntegro y todo le iba muy bien. Pero ahora... Job experimenta una lucha interior tremenda. Por un lado, él tiene conciencia cierta de su fidelidad a su Dios. Pero según el criterio vigente en su época, esto llevaba a considerar injusto a Dios, pues no recompensaba a quien se había comportado rectamente, sino que más bien le afligía con sufrimientos. No había término medio: o Job había fallado, o Dios le estaba fallando a él.
Cuando llegan sus amigos para compadecerse de él, repiten los mismos principios. Elifaz, con la moderación del anciano; Sofar, con la impetuosidad del joven; y Bildad con su estilo equilibrado. Pero los tres reafirman idéntica convicción: si Job sufre, es que ha pecado; y aunque él crea lo contrario, Dios mismo le considera pecador. Es entonces cuando Job protesta y se rebela. Su sufrimiento es evidente. Pero para él no menos evidente es su inocencia. Es un hecho irrefutable: Job sufre siendo inocente. Sus amigos contraatacan, insistiendo en sus posturas, haciéndole ver que está dejando mal a Dios al hacerle pasar por injusto y cruel, por un Dios que maltrata al inocente. Pero Job no cede. Se aferra al hecho –para él evidente– de su inocencia y a los hechos que ha visto a lo largo de su vida también en otros. Esta insistencia en su inocencia hace que Job nos parezca orgulloso y arrogante. Pero es que él no puede ceder ante lo que considera un hecho probado.
Elihú interviene entonces para suavizar un poco las cosas: Dios a veces castiga para hacer expiar pecados inadvertidos o para prevenir otros más graves y curar de antemano el orgullo. Pero tampoco esto convence al inconformista Job, que llega incluso a retar a Dios. No entiende, no sabe el porqué de sus males, pero no cesa de indagar. No se conforma con las soluciones simplistas y se rebela contra ellas, pero no encuentra otras. No le valen los convencionalismos, las soluciones prefabricadas que –aunque aceptadas por la mayoría– en realidad no solucionan nada. Y acude a Dios mismo, el único que puede responder al porqué de su sufrimiento.
Y Dios responde. Le hace entender a Job que no es él quién para pedir cuentas a Dios. No puede juzgar a Dios, porque supera infinitamente su razón, es incomparablemente más sabio y poderoso que Job y que lo que Job pueda pensar. Dios responde. Pero no da una solución. Job reconoce que ha hablado neciamente en su pretensión de acaparar a Dios: «Era yo el que empañaba el Consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro» (42,3). Job se ha encarado con Dios buscando de él mismo una respuesta. Y Dios le responde haciendo callar a Job y haciéndole entrar en su misterio. Debe fiarse de Él, aunque no entienda. Debe arrojarse entre las manos de Aquel que sabe lo que es bueno para el hombre, aunque este no comprenda. Con ello Job no claudica de su inconformismo. No reniega de su empeño de encontrar un porqué. Más bien, se ha abierto a la luz superior de la fe. Ha superado la estrechez de su razón humana para zambullirse en el misterio de Dios. Y este misterio le libera, porque le catapulta a regiones ignotas, le levanta por encima de sí mismo. En este forcejeo en la oscuridad Job ha acabado reconociendo que Dios es siempre más, que no se deja encerrar en fórmulas y conceptos y desborda nuestra lógica. Rebelde e inconformista, y aun pecando de orgulloso y arrogante, Job ha destrozado con su fe el techo de la sabiduría de este mundo. Aunque su sufrimiento siendo inocente permanece inexplicado, nos impresiona su profundo y radical acto de fe:
«Yo sé que mi Defensor está vivo y que él, al final, se alzará sobre el polvo; y después que mi piel se haya consumido, con mi propia carne veré a Dios. Yo mismo lo veré, lo contemplarán mis ojos, no los de un extraño» (19,25-27).
Todavía no hay respuesta. Esta aparecerá cuando en Jesús veamos al totalmente inocente sumergido en el máximo sufrimiento. Aparecerá cuando se abra el horizonte de la eternidad y entendamos que «los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará» (Rom 8,18). Todavía no hay respuesta. Pero Job no ha aceptado encerrarse en los estrechos límites de la lógica humana. Con su inconformismo y su búsqueda ha acabado abriéndose al misterio de Dios. El sufrimiento de este mundo no es castigo por pecados propios. Pero tampoco proviene de un Dios injusto que hace sufrir al hombre arbitrariamente. El sufrimiento tiene un sentido. Aunque él desconozca cuál.
Job no ha cesado de buscar y de indagar. Ha rechazado las respuestas simples y convencionales. Ha preguntado una y mil veces «por qué». Ha llegado a pecar de arrogancia, pero no se ha conformado con lo establecido, con lo de siempre. Por lo demás, también sus amigos pecan de arrogancia. Aparentemente dejan bien a Dios al evitar tenerle por injusto. Pero en realidad le dejan mal, pues pecan contra la verdad. Al trivializar la verdad, al negarse a reconocer la realidad, al quedarse tranquilos en sus pobres concepciones, se cierran a Dios, que es la verdad, y deforman su imagen.
Job en su inconformismo pregunta sin cesar. Pregunta a Dios. Y Dios abre su mente. Sus amigos, en cambio, no preguntan, no buscan, se dan por satisfechos con lo sabido. Pero, por eso mismo, no preguntan a Dios. Al no abrirse a la verdad, no se abren a Dios. El inconformismo de Job le ha liberado, pues «la verdad hace libre» (Jn 8,32). Le ha liberado de sí mismo y le ha hecho capaz de encontrar respuesta en el misterio trascendente de Dios. Y su inconformismo nos libera también a nosotros...
(Texto bíblico: Libro de Job)
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