JULIO ALONSO AMPUERO
No es difícil suponer lo que hay en el corazón de una mujer prostituta. Al vender su cuerpo dilapida su dignidad. Tira a la basura algo muy sagrado. Se convierte en puro objeto de uso y consumo. Es difícil imaginar una degradación mayor. Y lo peor de todo es la sensación de que esa pérdida es irreparable, la convicción de que ya nunca podrá recobrar su dignidad de mujer, la certeza de que nadie podrá restituirle su mayor tesoro.
(Lc 7,36-50; Jn 20,11-18)
No es difícil suponer lo que hay en el corazón de una mujer prostituta. Al vender su cuerpo dilapida su dignidad. Tira a la basura algo muy sagrado. Se convierte en puro objeto de uso y consumo. Es difícil imaginar una degradación mayor. Y lo peor de todo es la sensación de que esa pérdida es irreparable, la convicción de que ya nunca podrá recobrar su dignidad de mujer, la certeza de que nadie podrá restituirle su mayor tesoro.
Tal era probablemente la situación de aquella mujer de Magdala. Había aprendido bien su oficio. Conocía todas las artes para seducir a los hombres. Pero había quedado atrapada en ellas. Era esclava de sí misma. Ahora sólo experimentaba vacío y horror; un horror insuperable respecto de sí misma y de todo lo que hacía; un asco indecible de su propio cuerpo…
Abominaba de los hombres. Cada hombre era un cliente potencial, pero también alguien que le ayudaría a hundirse más en su propio fango; alguien que al utilizarla una vez más la hacía más despreciable. Por eso los odiaba. Sin embargo, su corazón albergaba aún ese deseo incontenible de ser amada. Por eso le dio un vuelco el corazón al descubrir que aquel hombre la miraba de manera distinta. Sentía que aquella mirada la dignificaba, la elevaba.
No le costó averiguar dónde se hospedaba el rabí de Nazaret. Y corrió hacia allí. No acababa de entender lo que pasaba en su interior. Sentimientos contradictorios de alegría y dolor bullían en ella con fuerza. Un gozo nuevo inundaba su ser: la alegría de sentirse amada por sí misma. Pero también la anegaba un dolor inmenso: el haber pisoteado el amor. Las lágrimas fluían de sus ojos y experimentaba con gratitud que este llanto la regeneraba. Sí, las lágrimas parecían lavarla y convertirla en una mujer nueva. Era bautizada en sus lágrimas. Y en lo profundo de su corazón emergía la paz; una paz nueva, desconocida…
Por eso no le sorprendió cuando el Maestro le dijo: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz». Era justamente eso lo que estaba experimentando: salvación y paz, mucha paz. De ella habían salido siete demonios. El amor gratuito e incondicional del rabí de Nazaret la había liberado para siempre. A partir de ese día María conoció el amor. Experimentó la dicha de ser amada y de amar. Su corazón quedó adherido indefectiblemente al Maestro y le seguía por los pueblos y ciudades de Galilea. Y le acompañó hasta el Calvario…
Había conocido al Esposo. Un canto de júbilo brotaba de las raíces más profundas de su ser: «Mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado». Sentía el corazón henchido. Jamás había soñado que fuera posible tanta dicha. Su ser regenerado exultó al reconocer al Resucitado: «¡María!» «¡Maestro!» La llamaba por su nombre y la desposaba para siempre. Sellaba su corazón con un compromiso definitivo. Como la esposa del Cantar, había encontrado por fin al Amado y no le soltaría jamás.
(Lc 7,36-50; Jn 20,11-18)
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