Julio Alonso Ampuero
Ha pasado a la historia como «el buen ladrón». Pero la realidad es muy distinta. De bueno no tenía nada. Era «un malhechor» con todas las de la ley. Había sido condenado a muerte con el suplicio cruel e ignominioso de la cruz. Y él mismo confiesa que ese castigo lo ha merecido con sus propios hechos (Lc 23,39-43).
No sabemos de él más que lo poco que nos cuentan estos escasos versículos. Tampoco sabemos qué tipo de delitos había cometido. En cualquier caso debían ser lo suficientemente graves como para merecer una condena semejante. Menos aún conocemos de su interior. Quizá alguien pueda suponer que era realmente un buen hombre y que había llegado a esa situación por las circunstancias, por la falta de cariño en su infancia, por dejarse arrastrar por malas compañías...
Todo es posible. A mí, sin embargo, me parece que difícilmente una persona llega tan bajo sin haber realizado una serie de opciones personales. Que hayan sido más o menos conscientes, influidas por circunstancias más o menos favorables... todo eso es secundario. Lo cierto es que este hombre ha llegado a un estado personal de deterioro lamentable. Nos encontramos ante un hombre degradado. Sus opciones personales y sus acciones delictivas le han ido degradando progresivamente. Poco a poco ha entrado en un callejón sin salida. Ha optado por la huida hacia delante a la desesperada. Es la desesperación lo que lleva a un hombre a cometer delitos particularmente graves. Cuando ya no espera nada y todo le da igual, es capaz de cualquier cosa.
No hay que idealizar a este personaje. Es uno de aquellos «tipos» de los que casi todo el mundo se apartaría por considerarle peligroso. Uno de aquellos a quienes la sociedad burguesa bienpensante y acomodada procura cuidadosamente poner al margen; eso sí, con guante blanco y con todas las garantías legales. Es un marginal, inadmisible en un mundo civilizado, rechazable por todos los conceptos. Pues bien, a este hombre es a quien vemos que Jesús se dirige desde la cruz con unas palabras categóricas: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo es posible que este malhechor sea admitido inmediatamente junto a Cristo en su Reino?
Tanto él como su compañero sabían que Jesús había sido condenado por proclamarse Mesías y Rey. El motivo de la condena constaba en un letrero sobre la cabeza del reo. El otro condenado insulta a Jesús. Sus palabras expresan cinismo y desesperación. Quizá la vida y la gente le han tratado duramente y ahora está condenado a muerte y clavado en una cruz. Lo ha perdido todo y se encuentra lleno de rabia y resentimiento: «¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros». También nuestro personaje lo ha perdido todo. La sensación de absurdo y sin sentido y la tentación de desesperación le acosan con insistencia.
Pero en las últimas horas de su vida sucede algo inesperado para él. No puede apartar su mirada de ese hombre que ha sido crucificado junto a él. Y no porque le intrigue la figura de ese Jesús de Nazaret, predicador itinerante y condenado por «revolucionario». Lo que le subyuga es su rostro: no hay en él el más leve signo de amargura o de odio, no se le ve desgarrado o abatido... Sufre, sí, indeciblemente; pero emana serenidad y confianza, irradia bondad y ternura... ¡Jamás ha visto cosa igual!
Del mismo modo que el centurión –testigo de muchas ejecuciones– viendo el modo de morir Jesús exclamará: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39), así también este malhechor –en medio de sus propios terribles dolores– viendo el modo de sufrir Jesús se siente conquistado por ese rostro. A medida que pasan las horas experimenta su corazón anegado de confianza. No sabe por qué, pero en su interior se instala la certeza de que la muerte de ese hombre tiene que ver con él. Él sabe que ha merecido su condena. Pero ese hombre... Necesariamente un hombre que sufre así ha de ser inocente. Y proclama con energía: «Este nada malo ha hecho».
No cesa de mirar a ese hombre que acepta sin acritud todo tipo de insultos e injurias inmerecidos y que ha sido capaz de perdonar a sus asesinos. Y en su corazón surge una nueva certeza: «También mis delitos pueden ser perdonados». Lo que la justicia humana no ha logrado, podrá hacerlo ese Jesús. Y la confianza de su corazón estalla en sus labios: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Ahora es Jesús quien le mira a él con infinita ternura y amor: «Yo te aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso». A diferencia de sus jueces humanos, la mirada de Jesús parece decirle algo similar a lo que un día dijo a una mujer a punto de ser apedreada por delito incontestable de adulterio: «Yo no te condeno...» (Jn 8,11). A este pobre malhechor despreciado de todos, Jesús no le da por perdido; él es el Buen Pastor que busca a la oveja perdida (Lc 15,4-7); y ha venido precisamente para eso: «a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).
Han bastado pocas horas para que este hombre degradado se regenere, para que este malhechor pase del crimen a la santidad. Ahora es un hombre nuevo. A pesar del dolor físico, una alegría desconocida inunda su alma. Una alegría que es eco del gozo de ese hombre crucificado junto a él –y por él– que dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido» (Lc 15,9). Sí, ese malhechor tenía en realidad un valor inestimable y la sangre del Hijo de Dios lo ha demostrado. «¡Ha sido comprado a buen precio!» (1Cor 6,20).
Hasta los dolores físicos parecen ahora más leves. Ante sus ojos se abre el horizonte sin límites de la eternidad. Todo su ser rebosa agradecimiento. Podría repetir con el viejo Simeón: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz porque mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,29-30). Mira de nuevo al Nazareno. Como él, convierte sus torturantes dolores en ofrenda de amor al Padre (cfr. Rom 12,1). Como él, se abandona lleno de confianza entre las manos del Dios de las misericordias: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
No hay comentarios:
Publicar un comentario