Julio Alonso Ampuero
Aunque se presenta a sí mismo como «hijo de David, rey en Jerusalén», los estudiosos coinciden en que se trata de una ficción literaria. Qohélet parece ser un judío que vivió en Palestina en el siglo III a.C. Al final del libro, un discípulo suyo le presenta como un hombre sabio, un investigador audaz, un maestro del pueblo (12,9-11).
Conocemos a este hombre no por cosas que haya realizado, sino por su experiencia personal que nos ha transmitido con enorme hondura y absoluta honestidad. Una experiencia que todo ser humano, antes o después, está llamado a vivir. Sin embargo, a primera vista las palabras de Qohélet sorprenden y hasta desconciertan: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». Da la impresión de ser un escéptico, un hombre que no cree en nada y está de vuelta de todo.
Pero si le escuchamos con más detenimiento, nos damos cuenta del valor y de la riqueza de su experiencia. Qohélet nos testimonia lo radicalmente inconsistente e insatisfactorio de toda actividad y situación humana sobre la tierra. Y eso que él no es un hombre probado por las desgracias y el sufrimiento, como Job. Simplemente que Qohélet es profundamente honesto y no acepta engañarse a sí mismo con satisfacciones superficiales o falsas seguridades. Tiene amigos, posee dinero, ha experimentado el placer... Pero sabe por experiencia que nada de todo eso puede llenar su corazón. Todo, absolutamente todo, acaba resultando insatisfactorio, antes o después: «¿Qué provecho saca el hombre de todos los afanes que persigue bajo el sol?»
Es esta constatación la que hace de Qohélet un verdadero sabio. El suyo es un corazón inquieto que no se contenta con respuestas mediocres, aunque la mayoría proclamen que esas respuestas acallan su sed. Él sigue buscando, porque en su corazón hay una sed de infinito que no puede ni quiere acallar. Qohélet es enormemente actual. Hoy, quizá más que nunca, se siente ese profundo vacío existencial. Precisamente cuando más tenemos –más medios, más progreso técnico, más comodidad–, tanto más insatisfecho se experimenta el hombre. Sin saber por qué, se siente vacío. Le han prometido, le han asegurado mil veces que todo eso le iba a hacer feliz. Y sin embargo...
Esto ocurre a cualquier edad. No obstante, suele haber un momento de la vida en que se siente con más fuerza esta inconsistencia de todo. Hacia la mitad de la vida –los 40 ó 50 años–, la persona empieza a preguntarse para qué han servido todos sus esfuerzos. Mientras era joven, miraba el futuro con esperanza: la ilusión por sacar una carrera, por lograr un trabajo, por formar una familia, tal vez por mejorar el mundo... Pero ahora duda seriamente si ha valido la pena. Todos los logros son precarios, insignificantes, insatisfactorios...
Qohélet va repasando todos sus quehaceres y valores en que ha puesto su corazón y su empeño: trabajo, riqueza, hacienda, placeres, fama, justicia, religiosidad, búsqueda de sabiduría... Y constata que en nada de ello ha logrado provecho o felicidad. Todo es vanidad, vacío, absurdo. Tal vez alguien pueda considerar esto demasiado radical y extremoso. Sin embargo, es así. Y quien no lo siente –al menos en algún momento de su vida– es que ha taponado en su corazón ese incontenible anhelo de infinito y ha pactado con la mediocridad, conformándose con las algarrobas de los puercos.
Esta experiencia se da. Sin embargo, la clave está en encontrar el secreto para vivirla adecuadamente. Porque llegar hasta ahí supone una dosis de sabiduría, pero no basta. Surge la tentación de detenerse, de no seguir buscando. Y entonces sí se forja una persona escéptica, convencida de que nada vale la pena, que no apuesta por nada, ni se entusiasma con nada, ni se compromete con nadie... El mismo Qohélet tampoco ha encontrado una respuesta suficiente. Al final de su libro, temeroso de haber ido demasiado lejos, concluye: «Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal». Esto es verdad; pero da la impresión de demasiado simple y no responde a la hondura de su cuestionamiento.
No alcanza respuesta, porque había que esperar a Cristo para obtener una respuesta adecuada. Asumiendo la pequeñez y las limitaciones de la existencia humana, el Hijo de Dios ha roto esos límites dándoles un alcance y un valor de eternidad. Él ha llevado una vida corriente, como la nuestra, en su trabajo, en su vida familiar, en la amistad, en el descanso, en las ocupaciones cotidianas idénticas a las de cualquier hombre. Y sin embargo, ¡cuánta grandeza en los 30 años de vida oculta del Hijo de Dios! Qohélet tenía razón: todo es vanidad... sin Cristo. Con Él todo cobra sentido. Sin Cristo, hasta las cosas grandes acaban hastiando. Con Cristo, hasta las cosas pequeñas se hacen grandes, porque Él les abre unos horizontes ilimitados. El que cree en Cristo tiene –¡ya ahora!– vida eterna (Jn 3,36) y todo adquiere una densidad incalculable.
Qohélet tenía razón: todo es vanidad... Sólo que la solución a esa insatisfacción y a ese vacío no es el escepticismo, que agosta por completo la vida del hombre. Ni lo es el cambiar constantemente en busca de nuevas experiencias: viajar por todo el mundo, cambiar de trabajo, cambiar de pareja, cambiar de residencia, probar con las drogas... Qohélet tenía razón, porque aún no había venido Cristo. Sólo Cristo –Él personalmente– colma los anhelos más profundos del corazón humano, porque estamos hechos para Él. Desde que el Hijo de Dios entró en nuestra historia, nosotros hemos sido divinizados, han estallado los límites de todo lo humano, y todo tiene densidad divina. Por eso, nada es vano, nada es inútil. Y la misma muerte, que –como losa implacable– cerraba todo el horizonte, ha quedado definitivamente quebrantada en la resurrección del Señor...
Efectivamente, hay «tiempo de nacer y tiempo de morir», «tiempo de llorar y tiempo de reír», «tiempo de abrazarse y tiempo de separarse», «tiempo de guerra y tiempo de paz»... Pero para el que tiene a Cristo todo posee un sentido nuevo, del nacimiento a la muerte: la risa y el llanto, la paz y la guerra, la separación y el abrazo...
(Texto bíblico: Eclesiastés)
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