ARTAZA (NAVARRA).
Había que conocer Calcuta, atravesar su infierno en la tierra. Nadie es el mismo tras paseo por esa realidad tan cruda. Tarde o temprano, toca integrar la noción de un dolor tan desparramado por el mundo. A cada quien nos aguarda nuestra Calcuta, más o menos sórdida, su tremendo interrogante al echar la última mirada hacia atrás y decirle adiós, noqueados, despistados. En el itinerario personal es recomendable incluir esos claxones que rasgan los tímpanos, esas jóvenes madres que mendigan en cada esquina, esos tullidos sin piernas que avanzan veloces tras el turista, esa ciudad que concita tanta luz y tanta sombra y que ya no olvidaremos jamás…
A veces el viaje es una forma de descubrir vivos ejemplos que, en medio de esas extremas y lacerantes Calcutas, lo dan todo y en esa darse por entero entreven genuina felicidad. En esta ocasión viajar fue también sólo una excusa para encontrar a esos seres de desbordante entrega, para rendirse junto a ellas, para hincar las rodillas a su vera en la otra punta del mundo. Despertaba el día en la enorme casa gris, en el baluarte de la entrega desde el que la Madre de los pobres iniciara su apostolado de amor en Kolkata (Calcuta en bengalí). Era la Casa Madre de las Misioneras de la Caridad en Bose Road, era la misa de las 6 de la mañana en un día corriente en los comienzos de este año. Sobrecogidos, agradecíamos la oportunidad de estar en tan sagrado lugar, en el corazón de tan virtuosa casa, de tan heroico movimiento, que tanto amor ha irradiado por todo el planeta. Agradecíamos la ocasión de compartir oración con esos ángeles de humilde “shari” blanco que pusieron morada en medio de los infiernos.
Renuncia total al mundo y consagración plena a los últimos de la tierra es lo que se respira entre las paredes desnudas de ese lugar santo. En la gran sala oratorio, se sitúan a un lado las hermanas, al otro los voluntarios. No hay más mobiliario que unas esteras en el suelo. Sobre ellas nos arrodillamos dichosos. Todas las ventanas permanecen abiertas, pues esa suerte de tan digna y voluntaria pobreza no sabe de aires acondicionados. El ruido de la calle a veces apaga incluso la voz del oficiante, pero el estruendo del tráfico, por enorme que sea ya desde primera hora, no puede devorar el santuario de paz, devoción y entrega allí creado. En medio de ese recogimiento matutino, de ese lugar santo entre los santos, vamos recuperando la fe que ha ido mermando cada paso entre tantas calles que acumulan tanta miseria. Cuando tanto horror puede hacerte llegar a pensar que todo está perdido; cuando la mirada a poco se torna neutra, insensible; cuando la esperanza estaba a punto de apagarse, alcanzamos tan austero como inolvidable altar. Cuando rebelde empezaba a aporrear las puertas del Cielo, llegaron a estos oídos esos sublimes cantos. En el lado de las hermanas todo es el blanco de las postulantas y el blanco con las conocidas franjas azules de las ya consagradas y con votos. La mayoría de ellas orientales, pero sorprende ver también muchas occidentales. En el lado de los voluntarios todo es colorido, razas, culturas y lenguas diferentes. Sólo estas mujeres y su elevado testimonio son capaces de hacer caminar hasta la sagrada forma de la comunión a “rastas” y demás tribus variopintas de todo el mundo.
Los cantos de esas mujeres piadosas llenan toda la atmósfera. Sus gargantas celestiales, sus melodías divinas, su corazón puro, son su infinita fortaleza. Nada, ni nadie puede atacarlas. Después de la misa vendría un sencillo desayuno de “chaid” bien dulce y pan para todos los voluntarios y voluntarias. Tras el refrigerio en otra sala contigua a la calle, tiene lugar la repartición de las tareas del día. Se abre la persiana de metal y salen hermanas y voluntarios a prodigar amor por esas calles de inframundos. Se sumergen en la ciudad gris las mujeres de bendito blanco. En realidad uno hubiera querido que esa persiana no se abriera nunca, que el mundo y todos sus sufrimientos aguardaran allí fuera. Uno hubiera querido esconderse y permanecer entre esos muros impregnándose de todo lo que le falta. El egoísmo busca refugio y distancia con respecto a esa ciudad inmensamente pobre. Semeja sólo una persiana, pero en realidad es un abismo...
Retrasamos todo lo que podemos el abismo. Nos recogemos unos momentos en la tumba de Madre Teresa. Junto a ese mármol liso, sencillo, austero, pedimos por esas mujeres, para que Dios las llene de fuerza, y si aún les cabe, de más amor, para proseguir su valiente y extraordinaria misión. ¡Que quienes todo lo dan, sigan siendo inundadas de fe y de coraje, que pueden seguir siendo exponente de compasión infinita! Merecía la pena todo el precio de sinsabores y ruidos para llegar hasta poner la frente en ese mármol frío. Un excepcional amor, que después revestiría humilde shari blanco, tomó cuerpo hace cien años. ¡Qué podamos aprender la lección de caminar nosotros y nosotras también sobre la tierra sufriente, con los pies descalzos, con sus plantas negras, si es preciso!
Vino hace 100 años al mundo quien inspiró tanto y tan comprometido silencio, quien hizo arremangarse a tantas mujeres (también hombres) de todo el mundo para tan suprema labor, quien inició esos cantos en medio del más atronador ruido, quien creó la orden y mojó las primeras frentes, quien cargó sobre sus hombros los primeros desvalidos… Hay ejemplos excelsos que es preciso aventar. No he visto galones comparables a las tres rayas azules sobre el blanco, al crucifijo en el hombro que ellas llevan, con ejemplarizante humildad. Poco nos importa el itinerario de la Madre Teresa a los altares de brillante oro, tiene ya encendidas todas las velas en altares de más adentro. Poco nos interesan las polémicas sobre su ideología “conservadora” en ciertos aspectos, la caricia no tiene color, ni ideología y ellas las prodigan a cada enfermo, necesitado y desvalido.
Las hermanas sugieren no escribir sobre ellas, no dar propaganda a su labor abnegada, pero es que ahora hace cien años que tanto amor tomó carne. ¿Para qué la palabra, sino para dar a conocer heroísmos diarios, sino para revelar esta apasionante historia que dio comienzo hace ahora cien agostos? ¿Cuándo, si no es ahora? En el ocaso del verano será preciso interrogarse por la esencia de esa primavera que nunca marchita, de ese servicio que nunca se rinde, de esa fe que jamás desfallece. No podía ser de otra manera. A los cien años de su primer aliento en Skopje (Macedonia), siquiera una fugaz mención de la santa de Calcuta que nunca muere, cien años de ternura y una breve loa a tan colosal ejemplo.
ECLESALIA.NET
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