sábado, 13 de noviembre de 2010

LA FUERZA DE LOS DEBILES

JULIO ALONSO AMPUERO

A muchos les sonará a historieta de cómic o a película de dibujos animados. Sin embargo, la batalla de David contra Goliat encierra una de las enseñanzas más profundas de la revelación bíblica. Los filisteos, con todo su poderío militar, tenían atemorizado al pueblo de Israel. Su superioridad era enorme y su actitud para con los israelitas, despectiva e insultante. Llevaban ya demasiado tiempo en esta situación e impedían que el pueblo elegido viviera con paz y libertad.

David apareció en el campo de batalla casi por casualidad. Era todavía un muchacho y su padre le envió a llevar alimentos a sus hermanos mayores, que estaban enrolados en el ejército de Saúl. Una vez allí, se percató de la situación. Goliat, un guerrero fornido y corpulento, armado hasta los dientes, despreciaba a los «esclavos israelitas», y proponía una lucha entre él y un representante del ejército de Israel. Sus hermanos querían alejarlo cuanto antes del campo de batalla, por considerarlo temerario y que sólo estaba allí por curiosidad. Debía volver a lo suyo: a cuidar el rebaño familiar en Belén.

Sin embargo, sorprendentemente, David se ofreció al rey para luchar contra el filisteo. Tan convencido debió de verle Saúl, que accedió a su ofrecimiento y le revistió de su propio armamento. Pero era imposible moverse con todo aquello: más que ayudar, estorbaba. Y decidió salir a pecho descubierto, sin más armas que las del pastor: la honda y unas piedras en su zurrón. Goliat le despreció una vez más. Pero entonces David esgrimió su verdadera arma: «Tú vienes a mí armado de lanza y jabalina, pero yo voy a ti en nombre del Señor de los ejércitos, cuyas huestes has desafiado». Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: contra todo pronóstico derribó al filisteo con una piedra y lo remató con su propia espada. En este sencillo relato está compendiada la historia entera del pueblo de Israel: minúsculo e insignificante en medio de los grandes imperios que se fueron sucediendo (Egipto, Asiria, Babilonia…), pero contando con el poder de Dios.

Con demasiada frecuencia los cristianos olvidamos que Cristo –el verdadero David– ha vencido al Maligno en la debilidad, que todo el nuevo Israel –la Iglesia– hemos sido liberados de la tiranía del pecado y de la muerte gracias a la muerte de Cristo. Como David, Jesús venció –para sí mismo y para toda la humanidad– dejándose matar. Porque «lo débil de Dios es más fuerte que los hombres, y lo necio de Dios más sabio que los hombres (1Cor 1,25).

Como Israel, también la Iglesia experimenta cotidianamente el ataque de los poderes de este mundo (políticos, económicos, militares, mediáticos…). Con demasiada frecuencia, la arrogancia y agresividad del mal parece imponerse. Y también, como Saúl poniendo su armadura a David, la Iglesia experimenta la tentación de vencer al mundo con sus propias armas, de igual a igual. Y claro, el mundo tiene más medios. Esta actitud es signo siempre de falta de fe y confianza. Porque la fuerza de la Iglesia está en otra parte. «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad… Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,9–10).

David venció en la debilidad por su fe en Dios, siendo un muchacho. De ahí la insistencia de Jesús en «hacernos como niños» (Mt 18,3-4). Sólo desde la conciencia –y experiencia– de no poder es como realmente lo podemos todo. Sólo una Iglesia indefensa e inerme, pero enraizada en el poder de Dios, es capaz de vencer al mundo. Sólo en pobreza y persecución somos «supervencedores» gracias a Aquel que nos ha amado (Rom 8,37).                
                                                                                                                   (Texto bíblico:1Samuel 17)

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